Entre Silencios y Verdades: Yo Reflexionando sobre mi propia adicción

Queridos lectores y amigos,

Hoy les abro mi corazón para compartir un capítulo de mi vida que ha estado profundamente marcado por el alcohol. No les hablo desde el lamento ni la autocompasión, sino desde el deseo genuino de reflejar lo que puede suceder cuando permitimos que una relación malsana con esta sustancia tome el control de nuestra existencia.

Quiero que esta historia sea más que palabras; quiero que sea un espejo para quienes libran batallas similares, un mensaje de advertencia para quienes aún no han cruzado esa línea y, sobre todo, una luz de esperanza para aquellos que creen que no hay salida.

Esta no es solo mi historia, es la de muchas personas que han sentido el peso de la culpa, la pérdida y el aislamiento que el alcohol trae consigo. Pero también es una historia de valentía, porque enfrenté mis demonios, me levanté tras las caídas y decidí luchar por algo más grande: una vida plena y con propósito.

Permítanme guiarlos por los momentos más oscuros y también por los rayos de luz que me mostraron el camino hacia la recuperación. No importa cuán profundo sea el abismo, siempre hay una oportunidad para salir adelante. Si estás aquí leyendo o escuchando esto, déjame decirte: ya has dado un primer paso.


Desde mi niñez: un hábito que parecía inofensivo

Quiero empezar invitándolos a reflexionar sobre algo que parece tan común en nuestra vida cotidiana: la normalización del alcohol. Mi historia no es tan diferente a la de muchos de ustedes, pero al escucharla, tal vez entiendan mejor cómo un hábito aparentemente inofensivo puede ir tomando fuerza hasta convertirse en algo mucho más grande y destructivo de lo que imaginamos.

Crecí rodeado de un ambiente donde el alcohol no solo era común, sino prácticamente imprescindible. Mis padres, mis tíos, mis primos mayores, los amigos de mi papá… todos ellos siempre con una cerveza o una cuba en la mano, como si fuera lo más natural del mundo. En cada reunión familiar, el alcohol era tan habitual como el postre, como si fuera parte de la mesa, parte de la conversación. Pero en ese entonces, yo no entendía el impacto de todo esto, no veía el peligro. Solo lo veía como algo normal, parte de la vida.

Recuerdo que tenía solo 12 años cuando algo cambió dentro de mí. El alcohol dejó de ser solo algo ajeno, algo de los adultos, y se convirtió en una fascinación. Empecé con pulque, como muchos chicos en mi entorno. Los hermanos de un amigo me invitaban a salir con ellos a un día de campo. Ahí, entre risas y pláticas, me ofrecieron mis primeros tragos de pulque. En ese momento, no me sentía como el único menor de edad, porque no éramos solo yo, sino tres chicos de mi edad, compartiendo risas y tragos sin pensar en las consecuencias. No entendía lo que estaba haciendo, solo sabía que me sentía parte de algo, que era algo “normal”.

Lo que comenzó con pulque, pronto se transformó en cervezas. Ya no era un «de vez en cuando», sino un plan constante. Salir con mis amigos era sinónimo de beber. Siempre había cerveza, y con el paso del tiempo, algunos de ellos empezaron a fumar. Yo, en ocasiones, les pedía un cigarro también, todo parecía una extensión de ese mundo adulto al que quería pertenecer, ese mundo que veía tan lejano, pero a la vez tan cercano.

Mi madre, claro, era la única que se preocupaba y me regañaba, pero en mi mente, lo que hacía no era nada malo. Lo veía como un requisito para crecer, para convertirme en uno de ellos, para ser parte de ese grupo de adultos que admiraba. Los adultos que tomaban, las pachangas, las fiestas con la música sonando a todo volumen en los carros, las películas mexicanas donde el alcohol se cruzaba con la diversión… todo eso formaba parte del ambiente en el que crecí, de lo que veía, de lo que anhelaba. Sentía que tomar me daba valor, que me otorgaba un sentido de pertenencia. No solo me ayudaba a socializar, sino que, de alguna manera, me hacía sentir más adulto, más valiente, más capaz de acercarme a las chicas que me gustaban.

Lo curioso es que, con el tiempo, todo esto dejó de parecerme extraño. Mi padre, que era muy pachanguero pero también responsable, organizaba fiestas, reuniones con sus amigos y colegas. Y, en todas esas ocasiones, el alcohol siempre estaba presente. Cervezas, vino… nunca faltaban en la mesa. Y, como no podía ser de otra manera, en esos momentos me invitaban a tomar una cerveza. Yo, sin pensarlo dos veces, aceptaba. No era solo una bebida; era mi pase a la confianza, mi entrada a ese grupo, a ese círculo al que tanto quería pertenecer. Ya no cuestionaba nada, ya no veía el peligro. El alcohol se había instalado en mi vida, tan sutilmente, que lo aceptaba como parte de la normalidad.

Este hábito de consumir alcohol no era solo un acto aislado, no. Se fue convirtiendo en una rutina, en una costumbre que se coló en mi vida de manera silenciosa. Un símbolo de pertenencia, de madurez, de aceptación. Y lo peor de todo: no veía el peligro que representaba. Pensaba que eso era parte de crecer, de ser aceptado en un mundo que solo entendía a través del alcohol. Pero no sabía que, al hacerlo, estaba abriendo una puerta que me llevaría por un camino oscuro y destructivo.


Alcoholismo y relaciones sentimentales: mi experiencia personal

A medida que fui creciendo y adentrándome más en la adultez, el alcohol dejó de ser simplemente un accesorio social. Se transformó en una herramienta, en algo que usaba para relajarme, para socializar y, sobre todo, para ganar un poco de confianza cuando me acercaba a una chica que me gustaba. Ya no bebía por placer, sino por una necesidad que ni yo mismo entendía. En lo más profundo de mí, estaba tratando de llenar un vacío emocional que no sabía cómo nombrar.

Pasé por varias relaciones sentimentales, algunas de las cuales realmente quise, pero el destino, de alguna manera, nos separó. Sin embargo, hubo una en particular que, al principio, no parecía tan importante, pero que con el tiempo fue ganándome. Me fui ilusionando, sin darme cuenta de cuán profundamente me estaba enamorando. Empecé a pensar que si ella me aceptaba, si le declaraba mi amor de manera formal, las cosas podrían cambiar. Pero ella ni siquiera sabía lo que sentía. Yo solo estaba proyectando mis propios deseos y expectativas sobre ella. Ella venía de otro estado, de una cultura diferente, con una profesión que admiraba profundamente, empatía, y una manera de ver la vida que me cautivaba.

Al principio todo parecía perfecto, pero como sucede con muchas relaciones, los celos comenzaron a surgir, tanto de mi parte como de la suya. La relación terminó por una decisión mutua, y aunque intenté convencerme de que no me pertenecía, la herida siguió ahí. Fue cuando ella regresó a su comunidad de origen y me enteré de que había intentado empezar algo con un familiar cercano, que me sentí completamente devastado. Mi propio familiar me contó lo que había hecho y lo mal que se comportó, sin ningún respeto ni ética.

Fue un golpe duro, no solo por la traición, sino por la decepción que sentí tanto por ella como por la persona que me lo había contado. Sentí que me habían traicionado, y esa herida emocional me llevó a buscar consuelo en el alcohol.

A partir de esa experiencia, ya no fue fácil abrirme a una nueva relación. Construí un muro emocional a mi alrededor. Con otras chicas, mi actitud cambió. Dejé de permitirme involucrarme sentimentalmente de manera profunda, porque temía volver a sufrir. Creé una coraza para protegerme, para no sentirme tan vulnerable. Ya no buscaba relaciones sinceras, sino algo pasajero, algo que me llenara momentáneamente. No me importaba si ellas querían algo serio o no, solo buscaba una manera de escapar del dolor. Mi egoísmo, mi miedo al rechazo y al sufrimiento, me llevó a actuar de una manera irrespetuosa. No me daba cuenta del daño que causaba, y me sumergí aún más en esa espiral. Solo me importaba huir de mis emociones, y al final, terminé perdiendo más de lo que nunca imaginé.


El alcoholismo y mis experiencias académicas

Mi vida académica comenzó a desmoronarse cuando el alcohol se apoderó de mí. Durante la preparatoria y mis primeros años en la universidad, estudiaba ingeniería en sistemas computacionales, pero el alcohol ya estaba afectando mi rendimiento. Las clases dejaron de ser una prioridad, y con mis compañeros, el único pretexto para salir era ir a tomar unas micheladas. De la nada, todo comenzó a girar en torno a las salidas, a la fiesta, al momento en el que nos olvidábamos de las responsabilidades.

Mis estudios se volvieron una carga, y ya no me importaba tanto el futuro. Comenzaron los exámenes extraordinarios, las llegadas tarde a clases, las ausencias debido a que estaba crudo, sin ganas de enfrentar la realidad. Mis notas iban cayendo, y con cada baja, también lo hacía mi autoestima y mis sueños. Lo peor fue que mi motivación se desvaneció, y cada vez me sumía más en el abismo del alcohol.

En 2003, el golpe más duro de mi vida llegó: mi padre falleció en un accidente automovilístico. Él había sido mi gran referente, mi fuente de orgullo. Quería demostrarle que yo también podía llegar lejos, que podía ser algo más, pero su partida me quitó toda la motivación. El dolor se apoderó de mí y el alcohol pasó de ser un escape a una forma de lidiar con la pena. Ya no bebía solo para disfrutar o relajarme, sino porque no sabía cómo lidiar con la pérdida de mi padre. La tristeza me embargó, y la sensación de que todo se desmoronaba a mi alrededor me dejó sin fuerzas.

La universidad dejó de tener sentido para mí en 2004. Mis notas empeoraron y mi interés por seguir estudiando se desvaneció por completo. A pesar de estar tan cerca de terminar la carrera —faltaba menos de un año—, sentía que nada tenía propósito. Ya había cumplido con el servicio social, las prácticas profesionales y estaba ejerciendo mi carrera de ingeniería en sistemas computacionales en mi comunidad. Pero el vicio no respeta nada. El alcohol me había atrapado, y con él llegó el conformismo.

Me quedé atrapado en una peligrosa zona de comodidad, creyendo que con el negocio que tenía podría salir adelante. Ganaba lo suficiente para cubrir las necesidades básicas, pero no pensaba más allá de eso. No tenía un futuro claro; simplemente vivía en el momento. Me refugiaba en la ilusión de que tomar un trago más aliviaría mi dolor, aunque solo me hacía olvidar, por un breve instante, todo lo que estaba perdiendo.

Mi negocio de venta de equipos de cómputo y servicios técnicos, que antes me brindaba estabilidad económica, comenzó a perder su importancia. El dinero que generaba desaparecía rápidamente, no porque lo necesitara para algo vital, sino porque el alcohol me ofrecía una salida fácil. Era un alivio temporal, una manera de silenciar la sensación de que mi vida se desmoronaba. Cada vez que conseguía algo, lo gastaba sin pensarlo, porque nada parecía tener sentido. Nada importaba más que esa necesidad desesperada de evadir lo que sentía. Estaba atrapado en un ciclo destructivo, uno que no sabía cómo romper. Y lo peor era que ni siquiera tenía la fuerza para intentarlo.


Lecciones a golpes: El precio del alcohol y la valentía falsa

Una mañana cualquiera, el destino me enseñó que la imprudencia y el alcohol no se mezclan. Iba manejando con mi hermana por una calle principal. Íbamos discutiendo porque, aunque ella estaba preocupada, yo conducía en estado de ebriedad. Había tomado «pagares», esa mezcla de leche con alcohol que es común en fiestas, y mi mente estaba nublada. Mientras la discusión crecía, no me di cuenta del tractor que iba delante de nosotros. En un instante, el aro del tractor ya estaba encima del auto. No frené a tiempo, y estuvimos a un paso de una tragedia. El impacto fue violento, pero lo más aterrador fue ver a mi hermana, ilesa pero asustada. Ese día entendí que manejar bajo los efectos del alcohol es como jugar con la vida de todos, y aprendí que los reflejos no perdonan la imprudencia.

Pero las lecciones no siempre llegan en el primer error. Una tarde, volviendo a casa, noté que una patrulla me seguía. Los policías se dieron cuenta de mi estado y, en lugar de detenerme, intenté escapar, creyendo que podía huir de las consecuencias. La persecución duró varios minutos hasta que otra patrulla bloqueó mi camino. No tuve más opción que detenerme. Me subieron a la patrulla y terminé en la cárcel, mi primera experiencia tras las rejas, pero no la única que el alcohol me dejó. He sufrido caídas de motocicletas, he chocado, y una vez me quedé dormido en un cruce transitado con los autos pasando a mi alrededor. Desperté asustado al amanecer, agradecido de seguir vivo. Cada uno de esos momentos fue una advertencia que no supe escuchar.

Una noche en mi adolescencia, el alcohol me dio un valor falso y me empujó a una pelea callejera. Un grupo de jóvenes intentaba linchar a mis amigos, y yo, creyéndome valiente, intervine para defenderlos. Sin embargo, el conflicto escaló rápidamente, y el pleito ya no era por ellos, sino por mí. Me golpearon hasta dejarme tirado bajo un carro, completamente lastimado. Mientras mis conocidos intentaban detener la golpiza, me di cuenta de algo más doloroso que los golpes: mis amigos, a quienes quise defender, no hicieron nada por ayudarme, más preocupados por seguir bebiendo. Esa noche entendí la deslealtad de algunos y cómo el alcohol puede llevarnos a situaciones absurdas y peligrosas.

He visto a muchos conocidos perder la vida por el alcohol, personas que ya no están aquí para contar sus historias. Yo he tenido suerte de sobrevivir, pero no siempre será así para todos. Estas experiencias me han marcado profundamente y me han enseñado que el alcohol al volante o en exceso nunca es una opción. Nadie debería pagar con su vida el precio de una decisión imprudente.


Por primera vez en una clínica de rehabilitación

Para 2006, sentía que lo había perdido todo. Mis estudios académicos estaban abandonados, mi negocio se había desmoronado, y mis relaciones sentimentales eran un cúmulo de heridas y decepciones. La situación parecía no tener salida, y el peso de mis decisiones me hundía cada vez más. Fue entonces cuando mis familiares, conmovidos al ver cómo me consumía, decidieron intervenir. Me ofrecieron la posibilidad de ingresar a una clínica de rehabilitación, y aunque dudé, acepté. No veía otra opción.

Ingresé a una clínica en Guadalajara, Jalisco, un lugar donde nunca imaginé que encontraría esperanza. Estaba rodeado de un equipo de doctores, psicólogos y terapeutas que parecían no juzgarme, pero lo que más me impactó fue la diversidad de personas que estaban ahí: agricultores, empresarios, profesionistas, jóvenes y adultos. Cada uno tenía su propia historia, pero todas estaban marcadas por el mismo enemigo: la adicción.

Al escuchar sus experiencias, comencé a darme cuenta de que no estaba solo. No era el único que había perdido negocios, relaciones o la confianza de sus seres queridos. No era el único que se sentía atrapado en un ciclo de culpa y dependencia. En esas historias encontré un espejo. Y, por primera vez en mucho tiempo, vislumbré una chispa, una luz tenue al final del túnel que me invitaba a creer que el cambio era posible.

Las dinámicas terapéuticas que experimenté fueron duras pero necesarias. La desintoxicación física fue el primer paso, pero la verdadera batalla comenzó en mi mente y mis emociones. Participé en terapias psicológicas que me llevaron a enfrentar los demonios que había estado evitando durante años. Asistí a grupos de apoyo donde conocí los principios de Alcohólicos Anónimos y las historias de sus fundadores, Bill Wilson y el Doctor Bob. Saber que incluso ellos, hombres comunes, habían tocado fondo en el abismo del alcoholismo y habían logrado levantarse, me dio un atisbo de esperanza.

Comprendí algo esencial: mi adicción no era solo un mal hábito; era un problema profundamente arraigado en mi mente y mi corazón. Mis patrones de evasión, mi incapacidad para manejar el dolor emocional, y mi falta de control no eran señales de debilidad, sino de una enfermedad que podía tratarse.

Cada terapia, cada historia compartida, y cada palabra de aliento de los compañeros en la clínica se convirtieron en ladrillos para construir una nueva versión de mí. Sin embargo, también estaba el miedo. Temía que fuera demasiado tarde, que mi vida ya estuviera tan rota que no valiera la pena reconstruirla. Pero esa pequeña chispa, esa posibilidad de redención, era suficiente para darme algo que no había sentido en mucho tiempo: esperanza.

Esa estancia en la clínica no solo fue un refugio, sino un despertar. Pensé que quizás era mi última oportunidad para recuperar lo que había perdido, y aunque dudaba de mi fuerza, decidí intentarlo. Sabía que el camino sería largo y lleno de desafíos, pero por primera vez, creí que valía la pena recorrerlo.


Pérdida de mi matrimonio y recaída

Después de meses de sobriedad, mi vida parecía estar en el camino correcto. Había dejado atrás los malos hábitos: no tomaba, no fumaba, hacía deporte y sentía que finalmente estaba construyendo algo sólido. Sin embargo, en mi interior, algo faltaba. Anhelaba estabilidad emocional y soñaba con formar un hogar. Pensé que encontrar una pareja con quien compartir mi vida sería el siguiente paso.

Conocí a una mujer increíble que se convirtió en la madre de mis dos hijos. Ella también llevaba consigo heridas emocionales, y juntos decidimos intentar construir una relación basada en apoyo y comprensión. Al principio, enfrentamos retos: diferencias culturales, maneras distintas de ver la vida y de manejar las responsabilidades. Pero su fortaleza, su dedicación al hogar y su amor incondicional me motivaron a querer dar lo mejor de mí.

Sin embargo, los fantasmas del pasado nunca se fueron del todo. Un día, me encontré con amigos de mi infancia, aquellos con quienes compartí mis primeras experiencias con el alcohol. Me invitaron a reunirnos para recordar viejos tiempos. A pesar de mi rehabilitación, creí que una cerveza sin alcohol no me afectaría. Pero ese pequeño gesto se convirtió en el inicio de mi recaída. Sentí esa antigua familiaridad del «bienestar» que el alcohol me ofrecía, y en un momento de debilidad, decidí tomar una cerveza con alcohol.

Mis amigos, sorprendidos, me preguntaron si era verdad que había dejado de beber. Les confesé que sí, pero que en ese instante no me importaba. Me embriagué rápidamente y volví a casa. Mi esposa, desconocedora de mi pasado con el alcohol y mi rehabilitación, pensó que se trataba de un episodio aislado. Para mí, sin embargo, ese trago fue el primero de muchos.

Gradualmente, el alcohol volvió a formar parte de mi vida. Empecé a beber en reuniones familiares, fiestas y celebraciones, convencido de que todo estaba bajo control. Volví a salir con amigos, diciéndome que podía manejarlo. Pero el alcohol comenzó a erosionar lentamente mi matrimonio, junto con todo lo que habíamos construido.

En medio de este caos, empecé a buscar algo más fuera de mi relación. Conocí a otra mujer, alguien que me pareció inteligente, simpática y atractiva. Me sentí atraído por ella porque ofrecía una conexión emocional que creía haber perdido en casa. Le hablé de los problemas en mi matrimonio y, al principio, nuestra relación fue solo una amistad. Pero poco a poco, esa amistad se transformó en algo más profundo.

Mientras tanto, mi esposa comenzó a notar cambios en mí: llegadas tarde, discusiones constantes, mensajes sospechosos en mi teléfono. Las peleas se hicieron más frecuentes, la desconfianza creció, y nuestra relación se volvió insostenible. Yo, cegado por mis emociones y el alcohol, me enfoqué únicamente en sus errores, ignorando sus virtudes. Justifiqué mi comportamiento mientras el alcohol seguía siendo mi refugio.

Finalmente, mi esposa me pidió el divorcio. Fue un golpe devastador. La mujer con quien había empezado esta relación paralela también decidió alejarse. Aunque la quería, entendí que no podía ofrecerle la estabilidad que merecía. Mi enfermedad no solo había destruido mi matrimonio, sino también cualquier posibilidad de construir algo nuevo.

Consciente de que mi relación con esta nueva persona no era justa para ella, decidí distanciarme. Ella estaba enfocada en sus estudios y su futuro, y no quería que sufriera las consecuencias de mi enfermedad. Le pedí que buscara su felicidad lejos de mí.

Me quedé atrapado en un vacío, enfrentando las duras consecuencias de mi adicción y mis decisiones. Perdí el hogar que tanto anhelaba, una familia que significaba todo para mí. Una vez más, me encontré solo, enfrentando la amarga realidad de mi dependencia emocional y mi relación destructiva con el alcohol.


Segundo intento de recuperación a través de los estudios de psicología

A pesar de haber experimentado múltiples recaídas, de perder mi matrimonio y a una mujer de quien me había enamorado profundamente, decidí empezar de nuevo desde cero. Algo dentro de mí me impulsaba a cambiar. Siempre había sentido interés por la psicología, especialmente porque asistir a terapias me hacía sentir en un entorno seguro y enriquecedor. Entonces, tomé una decisión importante: enfocarme en estudiar psicología, no solo para entenderme a mí mismo, sino también para romper con los patrones destructivos que habían marcado mi vida y mi familia.

Quería profundizar en las raíces de mi decadencia, en los errores transgeneracionales que parecían repetirse una y otra vez. Me di cuenta de que esos patrones —alcoholismo, relaciones fallidas, familias disfuncionales, problemas económicos— no eran solo míos, sino que estaban arraigados en un sistema de creencias y comportamientos que se habían transmitido de generación en generación. Tenía claro que debía enfrentar y transformar esas historias fractales que seguían repitiéndose.

Me inscribí en la carrera de psicología, en parte como una herramienta de autoexploración, y también con la intención de ayudar a otros. Desde el principio, me sentí motivado y encontré un entorno saludable y estimulante. Obtuve buenas calificaciones y descubrí que el aprendizaje me ayudaba a mantenerme enfocado. Mis colegas, en su mayoría mujeres, y los pocos hombres que éramos, formamos una comunidad de apoyo y respeto. Las dinámicas en clase, los estudios grupales y las experiencias compartidas me enriquecieron profundamente.

Uno de los aspectos más valiosos fue que mis compañeros conocían mi pasado. En lugar de juzgarme, me brindaron su apoyo. No necesitábamos el alcohol ni ningún tipo de escape para convivir. Era un entorno completamente diferente al que estaba acostumbrado, y eso me ayudó a creer en la posibilidad de una vida nueva y más saludable.

Durante la carrera, me especialicé en psicología cognitivo-conductual, lo que me permitió entender cómo los pensamientos negativos influyen en el comportamiento y cómo pueden modificarse para lograr cambios positivos. Aprendí herramientas para:

  • Identificar y manejar pensamientos autodestructivos.
  • Resolver problemas de manera efectiva.
  • Modificar patrones de conducta dañinos.
  • Desarrollar autocontrol y generar transformaciones positivas en mi vida.

Al principio, mi enfoque al estudiar psicología era personal: quería sanar mis heridas y reconstruir mi vida. Sin embargo, con el tiempo, empecé a darme cuenta de la importancia de brindar este conocimiento y apoyo a los demás. Mi formación académica, que duró más de cuatro años (2015-2019), me ayudó no solo a mantenerme sobrio, sino también a transformar mi manera de ver el mundo y de relacionarme con las personas.

Esos años fueron fundamentales para mi recuperación. Me di cuenta de que, aunque el cambio comienza dentro de uno mismo, también requiere el apoyo de una comunidad, el compromiso con un propósito y el trabajo constante para desafiar los patrones del pasado.


Tercera recaída durante la pandemia

Pensé que había superado los peores momentos, que mis conocimientos y herramientas emocionales me protegerían de una nueva recaída. Pero en 2019, con la llegada de la pandemia de COVID-19, todo cambió. Esta crisis no solo afectó físicamente a quienes contrajeron el virus; también trajo consigo muertes, desconfianza entre familiares, y afectaciones económicas y emocionales a nivel global. En mi caso, el impacto fue devastador.

La pandemia me golpeó económicamente desde el inicio. Mi negocio, como el de muchas pequeñas y medianas empresas, tuvo que cerrar debido a las restricciones. Perdí ingresos y estabilidad, y con ello, una parte importante de mi confianza en el futuro. Además, la constante exposición a noticias de muertes, contagios y miedo a lo desconocido creó en mí un estado de ansiedad y estrés que no sabía cómo manejar.

Por desgracia, como muchas otras personas, encontré refugio en el alcohol. Al principio, lo veía como un escape para lidiar con el miedo, la incertidumbre y la tristeza que me rodeaban. Incluso llegué a justificarme pensando: «De todos modos, todos vamos a morir». Me reunía con amigos y primos bajo la excusa de «evitar el contagio» al socializar solo entre nosotros, pero la realidad era otra: organizábamos reuniones para beber. Lo que comenzó como un intento de distracción pronto se transformó en una rutina autodestructiva.

En lugar de consumir alcohol ocasionalmente, empecé a beber casi a diario. Nuestra irresponsabilidad no solo ponía en riesgo nuestra salud, sino también la de nuestros seres queridos. Ignorábamos por completo las medidas de prevención; el miedo y la desesperación nos impulsaban a seguir tomando, aunque sabíamos que estaba mal.

Pasé casi tres años atrapado en esta dinámica. No solo dejé de lado las herramientas que había adquirido en mis estudios de psicología, sino que tampoco fui capaz de ayudar a otras personas que lo necesitaban. El alcohol se convirtió en una barrera que me desconectó de mis principios, de mis seres queridos y de mis responsabilidades.

Esa etapa fue un reflejo de lo peor de mí: descuido hacia mi salud mental y física, irresponsabilidad con mis ingresos económicos y una total desconexión con mi propósito de vida. Mirando hacia atrás, reconozco que fue un tiempo oscuro, un periodo en el que dejé que mis miedos y emociones me dominaran, olvidando todo lo que había aprendido y construido hasta ese momento.


Segunda vez en otra clínica de rehabilitación

A inicios de un nuevo año 2024, pensé que podría darme otra oportunidad para dejar de beber. Había hecho muchas promesas a mi familia, asegurándoles que esta vez «me pondría las pilas». Sin embargo, pronto me di cuenta de que no tenía la fortaleza suficiente para cumplirlas. Aunque tenía la intención de aplicar los conocimientos adquiridos en mis estudios, me encontré atrapado en el conformismo.

Mis ingresos ya estaban gravemente afectados, y constantemente culpaba a la pandemia por mi situación. Pero, en realidad, esas eran solo excusas. El alcohol ya no era algo ocasional; se había convertido en un hábito diario. Mi cuerpo comenzó a reflejar las consecuencias: rostro hinchado, pérdida de peso, hígado inflamado, trastornos del sueño, desórdenes alimenticios y ansiedad constante. Mi salud física y mental estaba deteriorándose rápidamente.

Mis hermanos, preocupados por mi estado, me ofrecieron su ayuda nuevamente. Yo insistía en que podía superarlo por mi cuenta, que solo era cuestión de «tomar una decisión». Pero la realidad era otra. Finalmente, me convencieron de ingresar a una clínica de rehabilitación en Ensenada, Baja California.

En la clínica, empecé a participar en terapias y actividades grupales. Hablé en las tribunas, leí libros y, con permiso, incluso trabajé desde mi computadora. A pesar de todo, descubrí algo nuevo: la llamada «borrachera seca». Aunque ya no consumía alcohol, mis pensamientos seguían cargados de inseguridad y ansiedad.

Dormía en el mismo cuarto con otros compañeros, quienes también lidiaban con profundas afectaciones emocionales. Uno de ellos, en particular, mostraba señales de delirio de persecución y comportamientos que me generaban desconfianza. Aunque intenté conectar con él y ser empático, la incertidumbre sobre su pasado y su actitud me causaban malestar. Esa inseguridad me llevó a cuestionar mi propio proceso de rehabilitación.

Inicialmente, el programa estaba diseñado para durar seis meses. Sin embargo, al compartir mis inquietudes con mi familia, les expliqué que no me sentía cómodo ni seguro en ese entorno. Mis familiares me pidieron que al menos completara dos meses, y finalmente terminé quedándome poco más de tres. A pesar de eso, decidí abandonar el tratamiento antes de concluirlo.

Mirando hacia atrás, reconozco que esa experiencia estuvo marcada por una lucha constante entre mi deseo de mejorar y los temores que me acechaban. Salí de la clínica sin completar el proceso, con la sensación de que mi mente me había jugado malas pasadas. Comprendí que mi adicción no se limita al acto de beber, sino que también incluye esa «borrachera seca», donde, aunque uno deja de consumir alcohol, la batalla interna persiste: el conflicto entre la realidad y la ficción, el auto sabotaje, y la incapacidad de encontrar una paz verdadera.

Fue un recordatorio poderoso de que, aunque el apoyo externo es esencial, el verdadero cambio siempre comienza desde dentro. Solo enfrentando mis pensamientos y emociones, podría aspirar a una recuperación genuina y duradera.


Un mensaje de esperanza y realidad sobre el alcoholismo

Como psicólogo y alguien que ha vivido la lucha del alcoholismo de cerca, quiero dirigirme a ti, a ti que quizás estés en una encrucijada, buscando respuestas. El camino hacia la recuperación no es fácil, pero es posible. Hablo desde la experiencia personal y profesional. He estado en clínicas, he escuchado a expertos, he asistido a innumerables terapias. He tocado fondo y he experimentado las recaídas. Y puedo decirte con certeza: el alcohol no resuelve nada. Más bien, agrava todo.

Al principio, se siente como un alivio temporal, como una vía de escape. Pero esa ilusión desaparece rápidamente, y lo que queda es una dependencia que consume más que solo tu cuerpo: consume tu alma, tus relaciones, tus sueños y tu bienestar emocional. El alcohol no es la solución a tus problemas; al contrario, se convierte en el problema más grande.

Lo que descubrí, no solo en mí mismo, sino también en quienes he acompañado como psicólogo, es que el alcoholismo es una enfermedad silenciosa, insidiosa, que progresa de manera imperceptible. Destruye poco a poco y, a menudo, no somos conscientes de su magnitud hasta que ya es demasiado tarde. El alcohol te promete momentos de olvido, pero te roba la claridad y el control sobre tu vida.

Para aquellos que se encuentran en la tentación, especialmente los jóvenes que piensan que “solo por esta vez no pasa nada”, quiero decirles: no vale la pena. El alcohol puede parecer inofensivo en el principio, como una forma de encajar, de sentirse bien, de olvidarse del estrés. Pero, créanme, lo único que está logrando es poner en pausa lo que realmente importa en tu vida: tus sueños, tus relaciones, tu futuro.

Quiero que recuerdes que, aunque la lucha contra el alcoholismo es larga y difícil, la esperanza nunca muere. Si decides dar el paso hacia la recuperación, te aseguro que no estás solo. La clave está en buscar ayuda, en rodearte de las personas adecuadas, y en entender que este es un proceso de crecimiento personal profundo. No es solo una lucha física o mental, sino una batalla espiritual, un camino hacia la verdadera sanación.

Y para quienes ya han caído en esta trampa, quiero que sepan que nunca es demasiado tarde para empezar de nuevo. Hoy, incluso con la enfermedad, elijo una vida plena, una vida de aprendizaje, de crecimiento, y de redención. La vida es más grande que cualquier botella, más grande que cualquier adicción. Y te prometo que la verdadera paz y felicidad están al alcance de tu mano si decides buscar ayuda.

Es posible, y lo harás. Te lo aseguro. Con valentía, paciencia y, sobre todo, amor propio, todo es posible.

Con gratitud y esperanza,
Psic. Francisco Campos Oregel

Francisco Oregel
Francisco Oregelhttps://terapia.social
Soy Francisco Campos Oregel, un apasionado psicólogo con más de 10 años de experiencia en el campo de la salud mental. Mi enfoque holístico define mi práctica, donde abordo aspectos emocionales, mentales y espirituales para promover un bienestar integral. Mi objetivo es facilitar la búsqueda de armonía y equilibrio en la vida de quienes confían en mi guía.

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